«Dios de las aves, Dios del gran pez, de las
estrellas, Dios...» reza un himno evangélico. ¡Qué descripciones más extrañas!
Dios de los seres humanos, sí, pero, ¿Dios de las aves, los peces y las
estrellas?.
Por demasiado tiempo nos hemos encerrado en
una teología y una ética humanocéntricas, pero los grandes problemas
ambientales, como el calentamiento planetario y la progresiva extinción de
especies -realidades que afectan no solamente «la naturaleza», sino también el
bienestar de los seres humanos- demandan un cambio de paradigma, hacia una ética
del cuidado del planeta: una ética que provoque un cambio en nuestra
relación con la naturaleza. Una ética que también contemple a las aves, los
peces y las estrellas. Será una nueva ética.
El pionero de una «ética de la tierra», Aldo
Leopold (+1949), nos recordó que «todas las éticas se apoyan sobre una sencilla
premisa: el individuo es miembro de una comunidad formada por partes
interdependientes... La ética de la tierra sencillamente agranda los términos
de la comunidad para incluir terrenos, aguas, plantas y animales, o,
colectivamente dicho: la tierra». Esta ética «modifica el papel del homo
sapiens, de conquistador de la comunidad de la tierra, a un simple
ciudadano y miembro de ella», decía Leopold.
La comunidad es la preocupación básica de la
ética cristiana, como lo evidencia Pablo mediante el uso frecuente de la
palabra griega koinonía, que significa comunidad, comunión o simplemente
unión. La ética de Pablo es una preocupación por la koinonía... por la
comunidad. En otra forma, vemos esto en el primer mito de la creación de Gn
1-2.3: Dios crea el cosmos (un «arreglo» en griego), es decir, una «comunidad»
cuyas partes están interrelacionadas. Los seres humanos, los animales y las
estrellas existen juntos, interrelacionados. Mediante esta «comunidad» la vida
se hace posible y es bendecida como «buena».
Esta idea de comunidad une «cultura» y
«naturaleza». Las dos son inseparables e interdependientes, y cada una afecta a
la otra. El ser humano pertenece a la naturaleza y a la cultura, de la misma
manera como las aves, los peces y las estrellas pertenecen tanto a la cultura
como a la naturaleza.
La ética trata de comunidad. Se preocupa por
relaciones. Le interesa la «convivencia»: el vivir juntos/as en una sola casa,
el oikos de Dios. Las relaciones son metabólicas (Marx) y forman «el
circuito natural de toda la vida» (Hinkelammert). Una ruptura en el circuito
significa la muerte. Así que no se puede limitar la «comunidad» a las
relaciones con nuestros y nuestras semejantes. Con-vivimos con otros seres
vivos. Son partes de la comunidad -convivencia-, nos guste o no. Nuestra dependencia
de ellos es enorme, tanto física como existencialmente. Entonces, la ética ha
de considerar necesariamente la relación entre los humanos y los no humanos.
Tal ética, como dice Leopold, significa que debemos estar «listos para admitir
que los pájaros continúen ahí por un asunto de derecho biótico, pese a la
ausencia de provecho económico para nosotros».
Según el otro relato de la creación, el de
Adán y Eva en Gn 2.4-3.1-24, está claro que el ser humano debe
responsabilizarse del cuidado de la convivencia. La figura central es el
campesino que cuida el huerto. Aquí la relación interdependiente entre
«cultura» y «naturaleza» se percibe con claridad. Hechos de la misma sustancia
que los otros animales («barro» o «polvo» de la tierra), Adán y Eva tienen una
relación orgánica con la vida no humana y tienen que atender las necesidades no
sólo de sí mismos, sino de todos, cuidándolos y cultivando la tierra, todo como
fideicomiso de Dios. Su responsabilidad es servir. Su tarea es la de cuidar la
tierra, una tarea confiada a ellos. Es un compromiso ético.
Una buena ética no se basa en reglas y
normas, sino en la capacidad de discernir las respuestas o conductas adecuadas
a contextos diferentes. En este sentido, la ética de la tierra o del cuidado
del planeta «puede considerarse como una guía para enfrentar cualquier
situación ecológica», dice Leopold. Él mismo propone como guía ética el
siguiente axioma: «Algo es correcto cuando tiende a conservar la integridad, la
estabilidad y la belleza de la comunidad biótica [léase convivencia]. Es
incorrecto cuando tiende a todo lo contrario». Qué significa eso exactamente,
se determinará según los diferentes contextos y situaciones, pero nos recuerda
siempre nuestra responsabilidad moral para con la tierra.
Esta ética es urgente porque el problema
ambiental, que se presenta cada vez con más fuerza, significa una ruptura
metabólica que lleva hacia la muerte (la «Caída»). Ésta es, como dice Leonardo
Boff, «la ruptura de la religación universal», que no nos permite sentirnos parte
de «una inmensa comunidad cósmica y planetaria» (como propone el Génesis). La
crisis ambiental es una crisis antropológica: una pérdida del sentido de
pertenencia. Esta se traduce en un comportamiento destructivo hacia la
naturaleza, con secuelas nefastas para nosotros mismos.
Las causas son múltiples pero tienen sus
raíces en la economía política. Los sistemas de producción y comercialización
son determinantes. El capitalismo, especialmente en la vertiente neoliberal que
absolutiza el libre mercado, requiere la explotación voraz de los bienes de la
naturaleza y del trabajo humano, sin controles ni regulaciones. El constante
crecimiento o expansión económica (es decir, el mayor consumo), es la regla
fundante y la exigencia necesaria para el buen funcionamiento del sistema. Así,
convierte todo en mercancía, cuyo valor es el valor de venta. La naturaleza
tiene valor si se la puede vender, o fabricar con ella algo para la venta.
Pero si las causas últimas se encuentran en
el modelo de economía política, las causas inmediatas frecuentemente se ubican
en la administración del sistema, lo que se puede llamar «gobernación
ambiental». Ésta tiene que ver con las políticas y regulaciones referentes a la
relación con la naturaleza y al uso y la conservación de los recursos
naturales. Tanto bajo gobiernos democráticos como no democráticos, la
gobernación ambiental se determina en gran medida por relaciones de poder que
obstaculizan la regulación y los controles ambientales o que permiten que se
los ignore impunemente.
En fin, el capitalismo no tiene lugar para
«cuidadores/as», sino sólo para explotadores/as y consumidores/as. Por eso una ética
del cuidado del planeta es una ética subversiva.
Por esta razón, además, una ética para la
convivencia es una ética radicalmente política. La configuración material de la
convivencia es consecuencia de una lucha sociopolítica. La economía política
fomenta intereses poderosos, jerárquicos, que se imponen en función de sus
propias necesidades y deseos. Asimismo, es una ética social, pues los efectos
de la destrucción ambiental afectan de diversas maneras a los diferentes
sectores sociales. Son los pobres los que sienten en forma directa el deterioro
ambiental; son ellos y ellas cuyos barrios se tornan basureros de los ricos;
cuyas fuentes de agua están contaminadas por las grandes empresas
agroindustriales y cuyas casas no disfrutan de la salubridad básica. Es
importante comprender que el problema ambiental y el problema social están
unidos. Eduardo Gudynas, ambientalista uruguayo, afirma que «los sistemas
humanos [existen] en una continua y estrecha interrelación con los sistemas
ambientales». Los dos problemas «son ante todo consecuencia de una visión de la
sociedad y del entorno». Las dos luchas convergen en una sola.
Luchar por cambios orientados hacia la
justicia y el bienestar de las mayorías humanas y de las aves, los peces y las
estrellas será conflictivo política y socialmente. No obstante, emprender la
lucha es una exigencia ética. Uno de los forjadores de la filosofía de la
liberación, el colombiano Luis José González Álvarez, lo pone en forma bien
clara: «El valor de la vida no sólo nos obliga a respetar las relaciones de
equilibrio entre los elementos de un [eco]sistema, sino que nos exige también
impedir que otros las destruyan, y a reconstruirlas cuando ya han sido
destruidas». El cuidado del planeta exige impedir la acción de los que lo están
destruyendo.
La justicia, entonces, es el fundamento de la
ética del cuidado del planeta, porque sin la justicia la convivencia no
funciona como «el circuito natural de toda la vida». «La lucha por la justicia
en términos concretos de relaciones humanas -dice Ivone Gebara- implica una
práctica de la justicia respecto al ecosistema. No habrá vida humana sin la
integridad de la vida del planeta, con sus innumerables expresiones». Nuestro
bienestar está ligado al de las aves, los peces y las estrellas.
Es propio de la naturaleza humana crear
ambientes; modificamos la naturaleza y tenemos que hacerlo para sobrevivir.
Todo depende de cómo hagamos las modificaciones. Podemos ser «conquistadores»
para imponernos sobre la naturaleza, o podemos ser «ciudadanos/as» y buscar
formas de colaboración con ella. Esto último exige no solamente nuevos conocimientos,
sino una nueva conciencia de nuestra pertenencia a la naturaleza.
Conciencia y conocimiento: he aquí la nueva
ética del cuidado del planeta.
Roy H. MAY
San José,
Costa Rica
Misionero, Junta General de Ministerios Globales,
Iglesia Metodista Unida
Ministro, Iglesia Metodista Unida
Docente, ética teológica, Universidad Bíblica
Latinoamericana
Artículo publicado en: http://servicioskoinonia.org/agenda/archivo/obra.php?ncodigo=684
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